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Había una mujer de unos treinta años paseándose nerviosa por delante de la librería cuando Henry dobló la esquina. Andaba con pasos cortos y daba breves caladas a un cigarrillo. Era baja y compacta, de hombros cuadrados, casi cúbica. De lejos parecía una locomotora enloquecida sembrando con pequeñas nubes de humo el aire frío de la noche.
Se acercó hasta ella, la saludó cortésmente y le pidió un cigarrillo.
- Me llamo Henry.
- Yo, Susan.
Durante un minuto solo abrieron la boca para expulsar el humo. Fumaban ambos con rapidez y acabaron acompasándose: se llevaban el cigarrillo a los labios al mismo tiempo y también al unísono exhalaban el humo. Hasta que se dieron cuenta y estallaron a la vez en unas risas ahumadas.
- ¿Es la primera vez? – preguntó Henry.
- Sí. Me ha mandado mi terapeuta.
- Como a todos.
Siguieron fumando en silencio, como si la mención del terapeuta impusiera un silencio respetuoso, reservado.
- Ya sabes que dentro no se puede fumar, ¿no?
- Claro.
- Pero al menos hay una máquina de café… Y libros, muchos libros.
- No esperaba menos.
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